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Durante los últimos doscientos años, la tecnología médica ha aumentado la esperanza de vida gracias a los avances en la ciencia de la salud, incluyendo guantes sanitarios, anestesia, rayos X, vacunas, antibióticos y trasplantes.

Sin embargo, la mayor contribución médica a la humanidad es el lavado de manos, descubierto por el médico húngaro Ignaz P Semmelweis en el siglo XIX. Semmelweis - un ginecólogo que trabajó gran parte de su vida en el Hospital General de Viena, cuando esta ciudad era la capital del imperio austrohúngaro - descubrió que la fiebre puerperal, una infección que mató a muchas mujeres después del parto, se propagaba por la falta de lavado de manos por parte de los médicos que habían estado disecando cadáveres.

Su descubrimiento ayudó a reducir la mortalidad de las salas de parto y salvar muchas vidas. A pesar de esto, sus colegas se mostraron escépticos y rechazaron su medida de lavado de manos, lo que llevó a su expulsión del centro y su ostracismo. Después de publicar una carta abierta y ser encerrado en un hospital psiquiátrico, murió a causa de una sepsis, una enfermedad que había luchado con tanto ahínco.

Para comprender la importancia de la contribución del galeno húngaro, es necesario retroceder en el tiempo hasta mediados del siglo XIX, cuando las mujeres que daban a luz estaban expuestas a una peligrosa infección posparto conocida como fiebre puerperal, que las ponía en grave riesgo de muerte. En aquel entonces, se estima que entre el 11% y el 30% de las mujeres que daban a luz fallecían debido a esta infección.

Cuando tenía sólo veintiocho años, Semmelweis fue nombrado asistente en la primera clínica ginecológica de Viena, que constaba de dos pabellones, uno atendido por estudiantes de medicina y otro por monjas. Fue entonces cuando observó que la mortalidad de las mujeres que daban a luz era significativamente mayor en la clínica atendida por los estudiantes (10%), quienes se suponía que estaban mejor formados, que en la clínica atendida por las religiosas (3%).

Después de un dilatado y reflexivo análisis, Semmelweis observó que la única diferencia entre los dos pabellones, era que los estudiantes asistían a los partos después de haber estado disecando cadáveres en el pabellón de anatomía y que, por supuesto, lo hacían sin lavarse las manos. En aquellos momentos no existía ninguna normativa que dijera lo contrario, puesto que la medicina todavía no había avanzado lo suficiente como para pensar que las infecciones se podían contraer por el simple contacto.

Cuando planteó la solución a sus colegas (lavarse las manos después de realizar las autopsias), todos sin excepción se llevaron las manos a la cabeza. ¿La suciedad de las manos está relacionada con la muerte de las parturientas?

Y es que la ciencia decimonónica atribuía la sobremortalidad materna a otros factores, desde emanaciones fétidas de suelos y aguas –los famosos miasmas- hasta una dieta exigua, pasando por la debilidad materna propia del parto.

Afortunadamente, las críticas no asustaron a Semmelweis y, desde la autoridad que le confería su cargo, exigió a los estudiantes y médicos a lavarse las manos con una solución de cloruro cálcico, una medida con la que logró reducir la mortalidad en las salas del pabellón atendido por los médicos por debajo del 3%.

Nadie es profeta en su tierra

La irrefutable verdad chocó con el prejuicio propio de la medicina vienesa, sus compañeros no solo se mostraron escépticos, sino que rechazaron salir de su zona de confort y adoptar la nueva medida. Se quejaron al director del hospital -doctor Johann Klein- quien tomó cartas en el asunto y expulsó al doctor Semmelweis del centro.

La situación se tornó irreversible, poco tiempo después Semmelweis fue encerrado en un hospital psiquiátrico, en donde, paradojas de la vida, se lastimó la mano con un escalpelo, la herida se infectó y acabó falleciendo a consecuencia de una sepsis, la enfermedad contra la que con tanto ahínco había luchado.

Para ser honestos y fieles a la verdad, ya había antecedentes en la importancia del lavado de manos en el acto médico, si bien habían pasado desapercibidos. El primero en reconocer el valor de esta medida fue un médico judío que vivió en la Córdoba del siglo XII: Maimónides. En uno de sus escritos se puede leer: “nunca olvide lavar sus manos después de tocar a una persona enferma”.

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